Jorge Luis Andino junto a su esposa Nilda Bondaz, fallecida el pasado 16 de noviembre, en el stand de la Cooperativa Arrocera de San Salvador en la Fiesta Nacional del Arroz realizada en noviembre de 2018. Foto: Fernando Rodríguez (La Semana)
En la jornada de este lunes 30 de diciembre de 2019 partió hacia su última morada Jorge Andino. Lo hizo dejando una huella enorme, con una historia de vida muy especial.
Jorge Luis Andino nació el 24 de febrero de 1935 en el distrito Chañar (Dpto. Concordia, hoy Federal), en una estancia llamada “María Elena” y falleció hoy en San Salvador, a los 84 años. En nuestra ciudad muchos lo recuerdan por su paso por la Cooperativa Arrocera de San Salvador, además de jugar al fútbol en el recordado Nuevos Rumbos y al básquet en el club América. Hace algunos años escribió sus memorias, parte de las cuales rescatamos del archivo de “La Semana”.
Aclaró que la estancia donde nació “no era de mi padre (Rafael), que solo era un humilde peón de la misma, que por ser capataz, puestero e encargado, creo, tenía el privilegio de tener la familia en ella”.
Mi padre falleció de una peritonitis siendo muy joven en aquella estancia alejada del pueblo y como en esa época no había leyes sociales que ampararan a las familias en desgracia (y si había nadie las hacía cumplir), mi madre (Margarita) debió abandonar la casa que ocupaba, y cual cascoteada gallina, con todos sus pollitos a la rastra, tuvo que rumbear hacia la tranquera que daba al callejón y buscar otro de los sinuosos caminos de la vida. No tenía casa propia, pero si hermanos y familiares que la cobijaron en la Colonia Chañar. También a alguno de nosotros, para aliviar la situación nos fueron amparando ellos, lo que provocó la cuasi desintegración de la prolífera familia.
A mí también me tocó el odioso, impiadoso y amargo desarraigo familiar y con escasos 4 años apenas, me tuve que separar de mi madre, de mis hermanos, tíos y abuelos, perdiendo el privilegio de jugar con mis hermanos, sentir el cariño de mi madre o la protectora complicidad de un abuelo apañando una travesura, como cualquier chico de esa edad.
Por circunstancias del azar me tocó emigrar a San Salvador bajo la tutela de mi tío Antonio Larroca (hombre muy humilde, muy trabajador y muy recto) que en ese momento no tenía hijos y vivía en la calle La Diagonal en una vieja casona que le alquilaba a Don Miguelucho Malarín, con pisos parte de ladrillo y parte de tierra, alumbrada con lámpara a querosene o candil, lugar donde tiempo después fuera la pista de baile de don Mateo Manzanares.
Digo por razones del azar y efectivamente fue así, porque este tío que también quiso cooperar con mi madre, se ofreció para cobijar a uno de los cuatro varones. Como este tío era chofer de un camión de propiedad de la firma cerealera de don Dobilio Corsini, que acopiaba por aquella zona, todos inconscientemente llorábamos por ir con ese tío. Seguramente era por la ilusión de subirnos al camión, nada más.
La cuestión fue que no podía traer a los cuatro candidatos, por lo que hizo un democrático sorteo. Tomó y ocultó en una mano cuatro palitos de distintas medidas y dijo que el que sacara el más largo se venía con él. El destino quiso que yo fuera el favorecido (o no) y de inmediato me aprontaron el mono con la escasa ropa que tenía y a San Salvador fui a dar con mis huesos, afrontar los traqueteos que depararan los vaivenes de la vida.
No fue fácil mi crianza. Lo hicieron como mejor pudieron dentro de la pobreza existente por cierto.
Tiempos duros sin dudas. Me levantaban muy temprano, cuando tenía 7 u 8 años, a las 8 de la mañana ya andaba por las calles del centro con las marcas de la manija de los canastos de mimbre en cada brazo, vendiendo verduras que sembraba mi tío y al filo del mediodía regresaba feliz si había logrado vender algo y a veces, apesadumbrado, con la verdura marchita, sin haber vendido nada. A pesar de no tener libertad para hacer deportes, a veces me entretenía en algún potrero vecino para correr detrás de una hermosa pelota de trapo, forrada con medias de mujer, en patas, por supuesto.
Cuando vivíamos en la pequeña granja de Dobilio Corsini, que luego se transformó en un olivar, mi tío hizo la primera implantación de olivos y donde yo también colaboraba pese a mi corta edad. Ahí aprendí a andar a caballo, ordeñar, hacer quinta, plantar moñatos, papas, hacer una ristra de ajos y a deschalar maíz, matar hormigas, entre otras tareas.
También conocí la nefasta y depredadora langosta, que cíclica e invariablemente llegaban en inmensas mangas que a su paso oscurecían el cielo y se posaban en las plantaciones de árboles de cualquier tipo, sembradíos, quintas, jardines. Arrasaban con todo lo que era verde, no dejando nada a su paso y hasta las esperanzas e ilusiones de la gente que ansiosamente aguardaba sus frutos.
Desde ahí también iba a la escuela (aproximadamente 3 kilómetros) con pantalones muy cortitos que ni siquiera me llegaban a las rodillas sujetos con dos tiras, por lo que en invierno había que bancarse el frío de las heladas que me producían tremendas paspaduras en los miembros inferiores. No conocía el guardapolvos, ni zapatillas, ni portafolios, ni cartera, solamente tenía una bolsa hecha de alguna tela, para llevar como mucho una pizarra, un cuaderno, un lápiz y una goma, y el único par de alpargatas que tenía, hiciera frío o calor. En el trayecto de ida y vuelta, hasta la vereda de la escuela, las traía bajo el brazo dentro de un envase de yerba.
En esa época lo vi en muchas oportunidades al Coronel Miguel P. Malarín (expedicionario del desierto) y fundador de nuestro pueblo, ya anciano, que en tardecitas soleadas se sentaba en un sillón en la puerta del chalet en su domicilio (donde hoy funciona la administración de la Cooperativa Arrocera) y cuya dúctil e hidalga estampa de guerrero imponía admiración y respeto.
Sus primeros trabajos informales: primero en la firma Ingassal s.a. (Ingenio Arrocero San Salvador), el primer elaborador de arroz de San Salvador que existió y cuyos dueños eran los señores Minuchin, Hoffman y don Feliciano Resnitzky y que en el año 52 fue adquirido por un grupo de productores para formar lo que es hoy la Cooperativa Arrocera San Salvador Ltda.
Luego trabajé como cadete administrativo, en una empresa constructora “Santiago Aguirre” que era de Buenos Aires y que tenía su administración central en San Salvador en una inmensa casa donde anteriormente funcionaba un Hotel y donde hoy es la peluquería de Marita Joannáz y la Florería del “Pequinés”. Esta empresa fue la que construyó el nuevo edificio de la Escuela Nacional Nº 11 (Hoy Provincial Nº 2) y escuelas similares a ésta en Ubajay, Puerto Yeruá, Villaguay, Colonia Santa Rosa y Villa Elisa.
En el deporte, en la década del 50, junto a la barra de amigos como Pocho Pagola, Yiye y Quique Amaría, Miguelito Lopuzinsky, César Patigore, Miguel Sandel, Daniel Corsini, Clavito Vázquez, Ovidio Leguizamón, José María Vázquez, Poroto Carballal, Juan Carlos Vázquez, Mito López, entre otros, se nos ocurrió fundar el primer club de básquet de San Salvador que se llamó “América Básquet Club”, y cuyo presidente fue Luis Corsini. Recuerdo que con el permiso de las autoridades escolares hicimos la primera cancha en el baldío que aún existe como tal (NdR: desde hace algunos años, patio externo), en la esquina de la Escuela Nº 25, entre Avenida Malarín y F. Ramírez, frente a la panadería de Cervantes Rodríguez, donde marcamos la cancha con cal, implantamos los dos tableros de madera que hizo el Bebe López y jugábamos sobre piso de tierra.
Precisamente en la década del 50 se fundó el recordado “Nuevos Rumbos” en un hotel y pensión cuyo dueño era un señor Sigot, donde es hoy vidriería Bejarano. Sigot fue su primer presidente y como fundadores recuerdo a Diógenes Reis, Juan Carlos Gómez, el Negro Giménez, “Giro” Gilberto y Lionidas Velich, entre otros. Transcurrido el tiempo jugué en Nuevos Rumbos, en épocas que los arqueros usábamos rodilleras para no lastimarnos las rodillas. Fui su capitán varios años y teníamos la cancha en la manzana donde se construyó el monoblock que está frente a la plaza. Uno de los arcos estaba donde es hoy la casa de Marcos Schmukler (ya fallecido) y las Melly, y en la otra cuadra, enfrente pasando la ruta, tenía la cancha Unión y Fraternidad.
Mis primeros empleos: Mi primer empleo efectivo, desde 1960, fue en la casa Minuchin Najemson. En simultáneo tenía la concesión de la cantina de Sportivo, en sociedad con Pocho Gómez, atendiendo por las noches durante 5 años y donde en la temporada de verano hacíamos furor con el tendido de mesas en la vereda y calle, para cada lado de la puerta del club y donde incorporamos una chopera expendedora de cerveza que traíamos de Santa Fe.
En Minuchin Najemson trabajé hasta 1975, tras la desaparición de su dueño, Mingo Rodríguez, pues la firma dejó de acopiar cereales que era mi tarea. Los siguientes 5 años trabajé en el Molino Arrocero “La Cuchilla Grande”, cuyos propietarios eran Saúl Golden, Juan “Chiche” Iglesias y don Ramón Orcellet.
Al abandonar esa firma, casi simultáneamente se produce la vacante de la gerencia de la Cooperativa Arrocera por renuncia del “Toti” Enrique que a la vez había reemplazado al bien recordado Don Samuel Kaplan, que se había jubilado y quien por muchos años fuera emblema de la empresa, con su personal estilo y particular dinámica de gestión.
Ante una propuesta del Consejo de Administración de esa Cooperativa, cuyo presidente era don Jacobo Hill, me incorporé en el mes de febrero del 80, como gerente de la misma, que en ese momento era la empresa más importante de San Salvador (ya era el tiempo del granel, chimangos, cintas transportadoras, secadoras, silos, et.), por un lapso de más de 20 años, y en donde me jubilé con más de 40 años de aportes. Y desde entonces vivo como tal, esperanzado en el tan mentado 82% móvil que por ley nos corresponde y que ni gobernantes ni legisladores responsables de turno hallan puesto sobre la mesa, los cojones suficientes ni ovarios necesarios que hay que poner para que ello se concrete cuanto antes, y para que los jubilados no tengamos que pasar necesidades y angustias postreras, luego de toda una vida de trabajo y aportes (tal vez ellos no lo van a necesitar, seguramente).
En esta cooperativa dejé muchos amigos, no los nombro porque seguro me olvidaré de alguien. Tengo la satisfacción que hasta la fecha, a pesar de haber pasado ya más de 15 años de haberme acogido a la jubilación, los empleados de entonces que aún trabajan me siguen saludando en cualquier lado, y los funcionarios y directivos aún me siguen mandando el tradicional almanaque y obsequios de fin de año, como a uno más del personal. Me invitan a las despedidas de año y a las asambleas anuales donde me reencuentro con ellos, con quienes siempre nos tratamos con mucho respeto y comprensión.