Ernesto Lowenstein, en la biblioteca de su oficina
Ernesto Lowenstein nació en Basavilbaso, Entre Ríos, hace 82 años. Sus padres, como dicen hoy, “bajaron de los barcos”. Él lo cuenta con mucho orgullo: “Mi abuelo materno combatió en la primera guerra mundial. Estuvo en las trincheras. Llegó a Argentina en 1922, desde Polonia, con su mujer, sus cuatro hijos, dos varones y dos mujeres, la menor de ellas luego se convertiría en mi madre. Los ubicaron en una colonia vecina a Basavilbaso. Mi padre llegó algunos años más tarde, en 1935, en pleno auge del nazismo”.
“Cuando revivo su historia no entiendo cómo nos quejamos hoy de cualquier problema… Mirá, un domingo a la noche, estando en un pequeño pueblo cerca de Frankfurt, Alemania, vino el comisario y le dijo ‘Luis, andate porque mañana tengo que llevarte´. Esa noche, mi padre se escapó rumbo a Rotterdam, donde se embarcó hacia Buenos Aires. La asociación judía que había en ese momento, no recuerdo el nombre, lo mandó a Entre Ríos”, rememoró.
Continuó relatando: “Mi padre recorría a caballo cinco leguas cada día para comercializar objetos de joyería, cosas baratas que él compraba y revendía. ¡Cinco leguas son veinticinco kilómetros! Empezó a crecer, conoció a mi madre, se casaron en 1937 y yo nací en 1939. Apenas juntó el dinero, mi padre logró traer a sus padres, a su abuela, a dos tíos… pero el resto de la familia no sobrevivió. En su pasaporte tenía escrita su profesión: ‘metzger’, que quiere decir ‘carnicero’. Yo soy sexta generación de carne, mi hijo es séptima. Mi padre tenía un talento enorme, yo creo que está entre los diez tipos que mejor supieron mirar la hacienda en toda la historia del Mercado de Liniers. Además, me enseñó una clave fundamental para los negocios: la palabra se cumple, no se engaña a la gente. Eso lo respetamos todos en la familia”.
Un largo recorrido
Tito –como lo llama todo el mundo- no terminó la secundaria. Su madre fantaseaba con tener un hijo abogado: quería que estudiase Derecho en Columbia, Estados Unidos. Pero su padre, Luis Lowenstein, torció el destino.
Sigue Tito: “Hice el secundario en el Nacional San Isidro. Una mañana, en lugar de ir al colegio, mi padre me dijo a que lo acompañe al Mercado de Liniers. Desde tercer año me empecé a hacer ‘la rata’ dos o tres veces por semana. Mi madre creía que yo estaba en el colegio, pero yo estaba en Liniers, con mi viejo, comprando hacienda. Volvíamos juntos, pero él entraba por la puerta de adelante y yo entraba por la puerta de atrás para que mi madre no se diera cuenta”.
Su destino estaba escrito: de forma natural, Tito se convirtió en empresario de la carne. “Sexta generación”, insiste. Ahora, en el living de su casa, en Martínez, hablamos de su primer gran éxito.
-Usted logró algo que la mayoría de emprendedores y creativos publicitarios anhelan: inventó una marca que se convirtió en genérico. ¿Cuál es la historia de Paty?
-En 1960 visitamos, con mi padre, una fábrica de hamburguesas en Estados Unidos que se llamaba Pauls. Mi padre tenía la intención de comprarla para que yo me radicara allá. Yo le pregunté para qué quería que me radicase en Estados Unidos, por qué no lo hacíamos en Argentina, y él me preguntó si yo estaba loco. “Creo que no, volvamos, prefiero quedarme en Argentina”, le respondí. Volvimos a Buenos Aires y le comenté lo que vi a Luis Bameule y a José Moché. Moché era socio en la SRL mientras que Bameule era un “empleado habilitado”, una figura muy especial, ya que participaba del resultado de la empresa. Muy entusiasmados, nos propusimos instalar la hamburguesa en Argentina. Formamos la empresa: Moché tomó el veinte por ciento, mientras que Bameule y yo tomamos el 40 por ciento cada uno. Casi de inmediato volví a Nueva York para comprar nuestra primera máquina de hamburguesas, una Hollymatic 1200. La idea de la hamburguesa no estaba desarrollada. Había una sola casa de hamburguesas, The Embers, con una cocina más casera. ¿Sabés cuánto tardó Paty, desde que se decidió avanzar con el proyecto hasta llegar a la calle? Menos de seis meses: desde principios de julio hasta el 9 de diciembre. Había menos burocracia estéril.
-En poco más de cinco meses, Paty estaba funcionando. ¿Cuánto tiempo tardaron las hamburguesas en prender entre los argentinos?
-Creo que tardamos seis meses. Pero al principio muchos se reían de nosotros, no creían que pudiésemos vender carne picada en Argentina. “Patí es un pez”, decían. Conté con la ayuda de un hombre muy especial, Carlitos, dueño del famoso bar que estaba en la rambla marplatense. Con él, con unas cajas de cartón (porque no había telgopor) empezamos a vender Paty en la playa. Era una manera de promover la hamburguesa. Así, hicimos de todo. Bameule tenía un dicho muy interesante: “La casualidad no existe, es el cálculo de posibilidades. Pura matemática”. Yo no hice este cálculo sobre un papel cuando pensé en hacer hamburguesas en Argentina, tuve el impulso, pero seguramente mi cerebro lo hizo.
-¿De dónde surge el nombre “Paty”?
-Fue idea mía. En un principio, yo quería que la marca fuese “Wimpy”, que es el nombre de un personaje que comía sándwiches en Inglaterra. Pero cuando fui a patentarlo me dijeron que ya estaba registrado. Volví con mis socios: “¿Qué hacemos con el nombre?”. Comenzamos a pensar otras opciones. Pensamos en que lo que hace la máquina es un “pattie”, así se llama al formato, al disco de carne. “Pongámosle pattie, pero con una ‘t’ y con ‘y’”, sugerí. ¿Sabés cuánto tiempo tardamos para hacer la vaquita, el logotipo, el isotipo, todo eso? Hoy en día tendría que llamar a cuatro estudios de diseñadores…. Llamamos a la secretaria de la oficina, que se llamaba Carmen, le conté el proyecto, y al día siguiente nos trajo la vaca. Cuatro años después vendí mi participación en la empresa porque quería volver a trabajar con mi padre.
La fundación de Las Leñas
Lowenstein nunca se alejó de la industria de la carne. Sin embargo, tampoco dejó de emprender. Tiene el don de encontrar una oportunidad donde todos pasan de largo. Inquieto, se embarcó en proyectos de lo más diversos. Fundó la imprenta “Dos amigos”, donde imprimió libros ilustrados en ediciones limitadas, pero también entró con mucho interés en el mercado del arte. A principios de los 70, en Bariloche, frente a una cola interminable de esquiadores ansiosos por acceder a una telesilla, comprendió que había un mercado insatisfecho.
-Imagino que es fanático del esquí…
-No, no tengo facilidad para los deportes. Lo único que me gusta es manejar. No hice el negocio de Las Leñas porque me gustaba esquiar. Era muy malo. Tal es así que a “Cartón” Benavidez, que era el profesor del Cerro Catedral, le dieron el premio “Tronco de Oro” porque me enseñó a esquiar a mí. Mientras veía la fila de los esquiadores me acordé de un cliente que teníamos en Francia, donde estaban en auge las pistas de esquí. Hablé con él y después de algunas vueltas me invitaron a almorzar a una empresa llamada Grand Travaux de Marseille (GTM). No sé por qué los franceses siempre hacen los negocios mientras comen… La dirección de la empresa estaba ocupada por ingenieros con obras importantes en su haber. Yo trataba con quienes habían hecho la represa de Asuan, la mega obra que “ordenó” el caudal del Nilo, con quien construyó el túnel que atraviesa la Bahía de la Habana, una obra maestra de la ingeniería… Aprendí mucho de ellos, fueron socios excelentes. Ahí comenzamos a hablar de la posibilidad de construir un nuevo centro de esquí en el país. Ellos hicieron los estudios correspondientes, con la participación de mi gran amigo Eduardo Do Porto, Roberto Thorstrup y Cartón Benavidez. En Francia, en el centro de esquí SuperDévoluy, en los Alpes, me acercaron una carpeta con tres opciones.
-¿Cuáles eran las opciones alternativas a Las Leñas?
-La primera era el Cerro Tronador, pero de entrada dijeron “no va por el clima”. La segunda quedaba en Bariloche, dentro de un Parque Nacional, que contaba con una ventaja importantísima: tenía miles de camas. Por último me presentaron algo que se llamaba “Valle de Las Leñas Amarillas”, un lugar que yo desconocía. Ellos llegaron a Las Leñas por cuento de un francés amante del esquí. Resulta que esa tierra, las 228 mil hectáreas del Valle Las Leñas, era de Bunge & Born. Ellos habían comprado la propiedad para hacer un centro de esquí. ¿Por qué no hicieron ellos el centro de esquí de Las Leñas? Porque el día que firmaron la compra de la propiedad fue el día que secuestraron a los dos hermanos Born… ¡y mandaron todo a la mierda!
-Bariloche parecía la opción más clara, casi obvia. ¿Por qué eligió Las Leñas?
-Elegí Las Leñas porque era propiedad privada: yo quiero mandar en mi casa. En Bariloche hubiese tenido una concesión en Parques Nacionales, a renegociar con cada gobierno… Decidí asumir el riesgo mayor.
Las Leñas en 2001, en todo su esplendor-¿Cómo era su sociedad con los franceses?
-Su director me dijo que ellos siempre tomaban el 25 por ciento, que yo debía asumir el 75 restante. Cerramos el negocio por teléfono. Fundé la sociedad sin abogado propio, en el estudio Marval/O’Farrell que patrocinaba a GTM. Nunca fui ventajista. Mi única ventaja es que trabajo, yo quiero ganar mi guita. Me acuerdo que el primer presupuesto de Las Leñas fue de 1.540.000 dólares. ¿Y sabés cuánto fue el gasto real? 1.580.000 dólares, le erramos por muy poco. Ojo, la transparencia y los números mandan en los negocios.
-El desarrollo de Las Leñas suponía un desafío mayor en cuanto a infraestructura: no había hoteles, pero tampoco rutas, aeropuerto…
-El aeropuerto de Malargüe lo hicimos nosotros. En ese momento, para que lo escuchen los funcionarios de hoy, tenías la posibilidad de descargar parte de tus impuestos en obras que redunden en un servicio para la gente. También se hicieron 20 kilómetros de rutas, que no tenían traza siquiera. La provincia nos hizo firmar una garantía bancaria por la que nos comprometíamos a llegar a mil camas en tres años. Al segundo año alcancé el objetivo y levanté la garantía.
-Evidentemente, no tenía dudas con su producto, con Las Leñas.
-Yo entendía que el negocio futuro era el turismo. Mirá, en parte soy responsable de que existan los fines de semana largos. Yo le propuse al ministro de Educación de aquél entonces (que también incluía Turismo) que analizara la posibilidad de extender los fines de semana que estaban cerca de un feriado nacional. Eran pocos, de cuando en cuando. Y así se hizo.
-El deporte también lo reconoció: Las Leñas fue sede de la Copa del Mundo de esquí alpino.
-Esa es una historia fantástica. A través de la carne conocí a Serge Lang, creador de la Copa del Mundo. Fue una noche lluviosa en Basilea. Hablamos en alemán. Me presenté como el “presidente de Las Leñas” y él se presentó como “presidente de la Copa del Mundo”. Le dije, en alemán, “eso no es cierto. Usted puede decir que es presidente de la copa del hemisferio norte. Cuando haga un torneo en el hemisferio Sur va a poder decir que es la copa del mundo”. El tipo me respondió: “¿Usted me paga dos pasajes en Swiss Air, en primera?”. Lo invité, conoció Las Leñas, y así nació la Copa del Mundo en Las Leñas. Fue algo espontáneo, pura relación.
-¿Cómo termina su relación con Las Leñas?
-Mal. Esa es la historia triste. Me fundí. ¿Y sabés quién tiene la culpa? El que te está hablando. Podría echarle la culpa a la híper o a alguien más, pero cuando uno tiene la culpa debe asumirlo. Me fundí, pagué todo, vendí todo mi arte… pero hoy camino por Buenos Aires y no debo un mango.
-¿Cuál es su culpa? ¿Porqué se fundió?
-Quise hacer las cosas demasiado rápido. Me bandeé, fue un error mío. Llegué demasiado pronto a las tres mil camas. Me comí el tiempo.
-¿Volvió a Las Leñas?
-Muy poco. Me hace mucho mal, me movilizaba emocionalmente. Una vez, volviendo de Las Leñas, choqué. La última vez que estuve fue en 2015, cuando fui a llevar las cenizas de Eduardo Do Porto, que fue vicepresidente de Las Leñas. Lo única que queda con el nombre de Lowenstein es una escuelita que lleva el nombre de mi madre, que fue la madrina.
-¿El proyecto Las Leñas era mucho mayor al que conocemos?
-El proyecto de Las Leñas podría ser enorme. La propiedad es gigantesca, imagínese: el avión de los rugbiers uruguayos cayó dentro de la propiedad que hoy es Las Leñas…
La entrevista termina con un llamado telefónico. Tito Lowenstein, que a los 20 años creó Paty y a los 44 fundó Las Leñas, no para. Desde algún lugar en el mundo lo hacen hablar en inglés. Antes de atender, se despide con una máxima que rige su vida: “Tenemos que vivir con entusiasmo. Mirá, cuando me levanto medio caído, busco un motivo para entusiasmarme. Y el mejor motivo, el más genuino, siempre es el mismo: la gente que confía en mí”, asegura.
*Jorge Martínez Carricart – Fuente: La Nación