La dura historia de Andrés, el misionero entrerriano que desde hace 30 años lucha contra la violencia en Angola

El mundo y la barbarie de la guerra surgida por intereses económicos, muestra su peor cara en Angola, al sudoeste del continente africano: en 35 años de guerras tribales, murieron 1.500.000 personas. Es el segundo país más minado del mundo, luego de Afganistan; por cada mil niños que nacen, mueren 260, y la esperanza de vida no sobrepasa los 41 años.
Dentro de este escenario de devastación, en Calulo, una localidad de 20.000 habitantes al norte del país, trabaja el misionero salesiano Andrés Randisi, nacido en Paraná, Entre Ríos. El periodista Leandro Vesco dedica a Randisi un completo informe para el diario La Nación.
Con 76 años, desde hace treinta el paranaense lleva adelante una obra que tiene pocos precedentes en el mundo: su Misión de Don Bosco ha levantado allí doce escuelas que funcionan como centros de formación profesional. En todos estos años, ha mantenido el objetivo por el cual fue llamado a vivir allí: hacer que los jóvenes dejen las armas y darles herramientas e instrumentos musicales. “Los misioneros no venimos por un tiempo, sino para siempre”, asegura mientras oye los cientos de niños que juegan y tocan música en el patio de la misión en este pueblo devastado.

“Tu destino está marcado”, sentencia Andrés cuando recuerda cómo se movieron las piezas de su vida desde sus diez años. El religioso y su hermano Nuncio fueron a la escuela de la congregación de Don Bosco y el segundo se fue a estudiar a Córdoba, a seguir su educación misionera. “Este quedará en Entre Ríos con nosotros, porque los salesianos al otro te lo llevarán a cualquier parte del mundo”, recuerda que le dijo el obispo de Paraná a su madre. Durante 30 años estuvo misionando por Buenos Aires y Puerto Deseado (Santa Cruz), hasta que en 1988 la situación humanitaria de Angola lo llamó y se fue junto a su hermano a trabajar por la paz en un país donde la muerte y la sangre eran moneda corriente.
Desde 1975 y hasta el año 2002 se desarrolló en Angola una guerra feroz entre facciones que se disputaban las enormes riquezas que descansan en el subsuelo del país, principalmente petróleo y diamantes. Andrés llegó en uno de los momentos más sangrientos de ese conflicto. “Hacíamos de todo para salvar vidas y dar de comer. En esos años me convertí en enfermero, mecánico y albañil. Vimos morir a muchos queridos amigos”, afirma.
Uno de los que dejó su vida allí fue su hermano Nuncio. Las tareas que debió hacer, junto a otros misioneros de distintas nacionalidades fueron básicamente de reconstrucción y de intentar crear paz en uno de los lugares más violentos del mundo. “Era común que todos los días amaneciéramos con noticias de aldeas quemadas”, recuerda. El régimen marxista que dominaba la nación no permitía fundar escuelas, pero sí centros de formación profesional y ese fue el camino que siguieron los salesianos.
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Andrés comenzó su misión en Calulo, donde enseñó a los jóvenes a hacer canales para aprovechar el agua, carpintería, electricidad, albañilería y medicina básica, aunque fue difícil la tarea porque las bombas y las balas caían y pasaban cerca de la pequeña construcción salesiana, donde sobresale una vieja iglesia de adobe de más de un siglo. Los diferentes bandos minaron los caminos y la selva, por donde se trasladaban los habitantes de las aldeas. Fueron años de hambre y enfermedades. “Teníamos que andar con mucho cuidado”, señala el misionero.
“Si queremos un mundo de paz y justicia, debemos poner la inteligencia al servicio del amor. Es muy simple: todo comienza con una sonrisa. La paz es el camino”, sostiene Andrés, quien luego de sembrar sus ideas en Calulo fue hasta Luanda, capital de Angola, donde creó un centro de formación profesional en lo que era un antiguo basural. A su paso, también creó orquestas juveniles para jóvenes. “Una escuela salesiana sin música es como un cuerpo sin alma”, señala. Terminado su trabajo en Luanda, regresó a Calulo, donde se encuentra en la actualidad.
La vida en Calulo no es fácil, el siglo XXI no ha llegado y aún esperan los adelantos del XX. El pueblo está rodeado de montes y de selva, los habitantes no tienen energía eléctrica y el agua la van a buscar al “pequeño y sucio” río Cambuto. Las mujeres usan sus cabezas y manos para llevar bidones a sus precarias casas. La alimentación se basa en la harina de mandioca, con la que hacen el “fungi” (una suerte de polenta) que cuando hay suerte va acompañada con carne y es el plato nacional.

De octubre a marzo es temporada de lluvia. “Mucha gente toma baños de lluvia, siempre sonrientes, el agua es vida”, afirma Andrés. “¿Servicios básicos? Es algo desconocido acá”, advierte. La comunicación se resuelve con los gestos, gran parte de las personas que se acercan a la Misión habla en lenguas tribales, a pesar de que el idioma oficial es el portugués.
“Todo se soluciona con la mirada, a veces me llaman Irmao Andrés, y yo trato de ser eso para ellos, es difícil, pero es posible”, afirma. Las necesidades allí son muchas y voluntarios de todo el mundo se acercan para ayudar. “Hay personas que hacen turismo en lugares costosos, los invito a pasar una temporada aquí, rejuvenecerán física y espiritualmente”, sugiere Andrés.
La guerra terminó hace 15 años y una frágil democracia trata de crecer. La Misión en Calulo aun atiende a heridos de guerra que no reciben asistencia estatal. El paludismo y el tifus son enfermedades endémicas. Andrés hace treinta años que sabe que “la educación es un arma poderosa para cambiar el mundo, y no se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”. Su madre, que cumplirá pronto 98 años en su Paraná natal, lo espera para celebrar. “La obra humana más bella es ser útil al prójimo”, concluye Randisi, deseando poder asistir al cumpleaños y regresar por algunos días al país. Fuente: La Nación – Leandro Vesco