Es posible hilvanar múltiples explicaciones sobre lo ocurrido en las PASO, en su versión entrerriana. Todas ellas serán siempre limitadas, porque nadie puede –y menos mal que nadie puede- invadir ese recinto personalísimo que es la mente y la conciencia de cada votante, donde innumerables variables se conjugan para decantar en una decisión.
No obstante, los actores de la política necesitan encontrar respuestas, aunque sean hipotéticas, porque de ellas dependen los cursos de acción. Las necesitan los que perdieron, con especial urgencia para intentar torcer el rumbo, pero también los que ganaron, no sea que interpreten equivocadamente lo ocurrido y se duerman en los laureles… En ocasiones, la victoria se asemeja a una borrachera, que hace perder lucidez, así como la derrota activa al extremo el instinto de supervivencia.
Por estas horas, el peronismo de Concordia es una caldera. El fuego fue encendido el mismo domingo por la noche, cuando Juan Carlos Cresto, el padre del candidato, movió primero las piezas, sugiriendo que la “victoriosa derrota” (perdió el partido pero ganó la lista, decían, a modo de consuelo) se debió a funcionarios que no militaron. ¿De qué funcionarios hablaba? ¿A quiénes tenía en mente? ¿A los del gabinete o más bien a los provinciales y nacionales?
Sin que uno pueda arrogarse el rol de exégeta de los discursos de “Calucho”, es muy probable que su dedo apuntara a la gestión provincial, a los soldados que dependen del gobernador Gustavo Bordet, por quien nunca tuvo la menor simpatía. Pero lo cierto es que el único que se dio por aludido fue el intendente en ejercicio, Alfredo Francolini, que primero corcoveó, pidió nombres y no injustas generalizaciones, para finalmente, como quien acepta a disgusto, optó por pedirle la renuncia a todo su gabinete, lo que lleva a suponer que habrá varios cambios.
Los Cresto, padre e hijo, rápidos de reflejos, han orientado los cañones en todas las direcciones posibles, menos hacia ellos mismos y hacia su propia tropa. Como el tero, han gritado lejos del propio nido, al que buscan proteger de todo reproche. Primero uno y después el otro, sugirieron causas de la debacle, tales como el arrastre nacional (vieja excusa, que no por vieja debe desecharse como uno de los tantos factores que pudieron incidir), la Pandemia y sus consecuencias globales y locales, la ya citada falta de compromiso militante de un indefinido funcionariado, y un largo etcétera.
En cambio, desde el peronismo disidente de ETER, conducido por el exgobernador Mario Moine y Augusto Alasino, sin nada que perder, se atrevieron a responsabilizar de la caída directamente al “clan Cresto”, una familia a la que identificaron como “un ícono de la oligarquía pejotista”, cuya creciente bonanza contrasta con la pobreza de la mayoría de los concordienses.
¿Sólo las huestes de ETER piensan así? ¿O ellos dicen en voz alta lo que otros sectores del peronismo piensan y balbucean en los pasillos y en las reuniones pero jamás dirán en público?
Es cuanto menos llamativo que en lugares donde la derrota del peronismo fue mucho más impactante que en Concordia, como en Paraná o Gualeguaychú, no salgan a la luz pases de factura locales de fuste. Tal vez los haya, pero no tienen tanto voltaje.
Uno podría sospechar que en el subsuelo del peronismo entrerriano se está jugando una redefinición de la geopolítica del poder con miras a 2023, con no pocos interesados en poner fin a décadas de hegemonía concordiense. Y para eso, sirve que la derrota provincial del domingo lleve el apellido Cresto y no Bahl o Piaggio.
Tampoco es un desatino suponer que en este mar revuelto haya disputas invisibles hacia adentro del peronismo concordiense. Hay varios con aspiraciones al sillón de Gerardo Yoya, algunos de ellos íntimos amigos del gobernador, que verían algo más despejado el camino si “el clan” perdiera al menos parte de ese poder que ha sabido infiltrar la burocracia con una interminable lista de familiares y amigos que viven de los dineros públicos.
En la noche del domingo, una hora después que Juan Carlos Cresto, también el gobernador Gustavo Bordet sugirió causas del porrazo electoral, aunque en otro tono. Obvio, mencionó la Pandemia. Pero además admitió que la confrontación interna de Juntos por Entre Ríos fue movilizadora. Esta última afirmación deja servida en bandeja una pregunta casi obvia: ¿por qué el peronismo forzó una sola lista en vez de usar las PASO para lo que fueron creadas? ¿La presunta “unidad” fue una estrategia impuesta desde Nación que la provincia acató con obediencia debida, como tantas otras cosas que bajan desde la Casa Rosada o desde el Instituto Patria? ¿Habría sido distinta la historia si también el oficialismo hubiese ofrecido alternativas a la sociedad? Y, en ese supuesto, ¿habría sabido mostrar caras e ideas nuevas o sólo reversiones de los históricos, como Busti y Urribarri?
La oposición triunfante en Entre Ríos haría bien en preguntarse si fue elegida por méritos propios o como circunstancial instrumento para expresar rechazo a los que perdieron.
Siempre en las elecciones legislativas hubo más margen para el “voto bronca” que en las ejecutivas. Si esa alianza llamada Juntos por Entre Ríos no consigue perfilar un atractivo plan provincial y –especialmente- promover a dirigentes locales que no sólo tengan buena imagen sino también capacidad para liderar los municipios de las grandes ciudades, en el 2023 no les alcanzará con los apellidos Frigerio y Galimberti.
Ambas fuerzas mayoritarias deberían también tomar nota de un fenómeno que por ahora no se ha reflejado en las urnas de la provincia, pero que asomó en otros distritos: el descontento con la alternancia entre partidos tradicionales cada vez más vaciados por dentro de ideales y convicciones, que se pelean en la superficie, que se culpan mutuamente, que se desplazan temporariamente, mientras los problemas de fondo permanecen insolubles o incluso se agravan más y más.
Puede que ese descontento, a la larga o a la corta, se traduzca en el crecimiento de alternativas que procuren expresar a sectores de la sociedad que no se sienten representados por ninguno de los polos, y que si aún eligen a uno u otro, lo hacen con la frialdad de un mármol.
Por último, conviene volver a poner la lupa por un segundo en esa Concordia que por momentos puede volverse indescifrable para quienes no conocen sus vericuetos. Así como a nivel nacional se asiste a una receta política-institucional fuera de lo común, que por estas horas está crujiendo, con una vice con más poder que el presidente, en la capital del citrus se lleva a cabo un experimento, salvando las distancias, de similar complejidad. Hay un intendente titular, Enrique Cresto, que traspasó la investidura pero no el poder territorial, cuya custodia quedó a cargo de familiares, comenzando por su padre y sus laderos. Y hay un intendente interino que fue puesto al volante de un auto prestado, que sueña con ser mañana el electo para ese rol por el voto de la comunidad, que intenta exhibir capacidad de gestión, pero que maneja bajo vigilancia del crestismo, que le recuerda que su poder es delegado.
Lejos de estas disputas palaciegas, en las periferias se aglutinan los miles de sufridos pobres estructurales y los nuevos pobres, consecuencia de la explosiva combinación de inflación y pandemia. Es una realidad grave, compleja, vergonzosa, una picadora de carne que tritura la dignidad y los derechos humanos más elementales, donde campean a sus anchas el narcomenudeo y la inseguridad. Revertirla -y no sólo contenerla a base de paliativos de “emergencia” y ollas con polenta que fulminan la cultura del trabajo sin la cual no habrá salida posible- debería ser prioridad absoluta de la totalidad de la dirigencia política, intermedia, civil y religiosa, a la vez que eje transversal de las políticas públicas. Debería ser, pero no lo es. Fuente: Osvaldo Bodean / El Entre Ríos.