En palabras del profesor Heriberto Pezzarini:
“Los movimientos iniciales, las voces de mando, la estridencia de clarines, el flamear de divisas, el nerviosismo de las caballadas… dieron paso al estruendo de cañones, el entrechocar de lanzas y bayonetas con su filo hiriente y el griterío de los hombres dándose valor unos a otros”.
De la batalla:
Esto ocurrió el 6 de diciembre de 1842, en cercanías de la actual ciudad de San Salvador, en plena guerra civil argentina, en plena guerra civil uruguaya, y en un entramado de alianzas entre uruguayos blancos, argentinos federales, uruguayos colorados, y argentinos unitarios junto a las fuerzas correntinas.
Una de las batallas más sangrientas de las guerras civiles, con participación de alrededor de 16 mil hombres. Comprometiéndose allí dos presidentes uruguayos, y tres gobernadores de provincias.
Según el análisis de prestigiosos historiadores, Fructuoso Rivera, el jefe Oriental, cometió el error de invadir presurosamente la provincia. La demora en producirse el encuentro, dado las maniobras de posicionamiento de las tropas federales blancas, le restó el factor sorpresa pretendido. Para cuando los ejércitos se vieron los fogones aquella noche de vivaqueada sobre el arroyo, la ubicación de Oribe, el jefe federal, era ya de una posición ventajosa.
Las guerras civiles, como estuvo comprendida la batalla de Arroyo Grande, tienen aristas muy distintas a las guerras entre Estados. En una guerra entre Estados, el bando derrotado arría sus banderas, se establecen las indemnizaciones de guerra y los territorios conquistados, se intercambian los prisioneros y al bando derrotado se le permite su regreso.
Digamos que una guerra entre Estados es como una guerra de vecinos, surgen batallas y al tiempo se olvidan los rencores, se reintegran las banderas y hasta vuelven los abrazos.
En una guerra civil se manejan otros códigos, una guerra civil es como una guerra entre parientes. Son crueles, encarnizadas y sangrientas, y en la mayoría de los casos sin clemencia y sin vuelta atrás. Para que el enemigo no levante en venganza se lo eliminaba con un escarmiento sanguinario que se recuerde de generaciones en generaciones.
Este era el criterio de aquel tiempo.
Son innumerables los testimonios, de ambos lados. De quienes presenciaron la batalla, y su infierno postrero.
Rescatamos una de ellas, para figurar aquellas escenas. Son las del sobreviviente Pedro Toste:
“ … No puedo decir el número de prisioneros que cayeron en poder de Oribe, he visto degollar a más de 550 hombres. Todos los prisioneros de clases elevadas sufrieron este suplicio. Se les hacía caminar por grupo de veinte, desnudos, atados y seguidos del verdugo… (recordemos que el verdugo preferido de Oribe era un tal “Paraguayo”) al píe de la barranca de los hacía echarse con la cara tocando el suelo y se les cortaba la cabeza, dejando los cadáveres sin sepultura. Así fue la suerte del Coronel Henestrosa (Recordemos que Henestrosa tuvo la mala fortuna de cambiarse de bando ante de la batalla, y por lo tanto sufrió el destino de los traidores), que previamente fue castrado y desollado vivo. Por orden del coronel Rincón se hicieron correhuelas (maneas) de su piel. El teniente coronel Berutti, los oficiales correntinos atrapados, el coronel Mendoza y el mayor Estanislao fueron muertos a palos y palos, y el mayor Jacinto Castillo fue muerto a hachazos, lo mismo que otros.”
Volviendo a la batalla
En cuanto a Fructuoso Rivera: huyó del campo arrojando su chaqueta bordada, su espada y sus pistolas…
Profesor Pedro Martín