Oscar era contador de profesión, pero distribuía la vida entre sus dos pasiones: el progreso de la Colonia San Salvador junto a sus hermanos y las carreras de caballos. No en vano fue uno de los miembros fundadores, en el amanecer del siglo, del Jockey Club Concordia. De ahí que no podía faltar, también, una cancha de carreras en su propio terruño. Y la construyó. La construyó en línea diagonal respecto al casco del pueblo, pero ordenado en perfecto trazado de Sur a Norte.
Por supuesto, una gran fiesta hípica amenizaría la jornada de inauguración.
Nos podemos quedar corto si decimos que concurrió lo más granado de la comarca; entre quienes se encontraban las recientes autoridades del pueblo, amigotes del anfitrión, vecinos y cuanto tahúr se anoticiara. A medida que se acercaba aquel domingo de Ramos, más se acrecentaba un desafío, que por motivos que la historia no registra, involucraba a dos caballos, que al menos de palabra de los conocedores, eran los mejores parejeros de la región. Uno llevaba a cuestas ser de estirpe y haber barrido a sus rivales en toda la zona de Concordia y el norte de la provincia: el Duke, un azabache, brioso y oscuro como un carbón. Su dueño era un reconocido vecino concordiense, el doctor Sarli. El otro era de aquí, de la villa, quizá un animal más de agallas, atropellador y curtido en las cuadreras de la campaña. Lo habían bautizado el Tigre, haciendo honor a tres o cuatro manchas que estampaban su pelaje. Lo había criado un vasco, estoico como su caballo, Juan Arralde Iturralde.
Tras la oración de la mañana en la capilla “El Salvador” la fiesta se habilitó en el flamante campo de carreras. Tempranito, del ferrocarril, habían bajado forasteros de varios puntos de la provincia cargando en sus bolsillos cobres y patacones. Entre ellos el Dr. Sarli, con su séquito y un par de caballos, que mediante sus eficientes oficios, fueron trasladados el día anterior en un vagón para ganado. Carros, sulkys, carricoches, apostadores y curiosos se fueron alineando tras la contención de postes y la alambrada de la cancha. El mate espumoso circulaba alrededor de canastas de pasteles, panes caseros y tortas gringas. La inmediatez de las apuestas obligó a un rápido discurso de bienvenida que ofreció, trepado a un tablado, el amigo Oscar; y a continuación se cerró el acto con las oficiales palabras de Juan Continanza, presidente de la Junta de Fomento.
Las primeras carreras, donde se jugó el efectivo constante y la promesa del dinero prestado, fueron dando color y escala a la justa final. El chisporroteo del fuego que asaban los chorizos y el destellar de ginebras y licores obnubilaban el valor de las hectáreas que se jugaban a las patas de los pingos. Cuando el sol ya había girado por el frente de la pista los famosos mentados enfilaron al tranco para los cajones de largada.
Si bien en las previas participaron tres o cuatro caballos, la del desafío se reservó para un mano a mano. Esto le dio jerarquía al duelo y un trámite rápido para los apostadores. Pablito Naymark, Antonio Gallo y Zoilo Escudero, vocales de la Junta, pugnaban por un lugar en aquel improvisado tablado, donde había primeriado, junto a Oscar, Eustaquio Tejera, tesorero de la entidad pública.
El largador agitó un trapo y saltaron las bestias. A lo lejos, la polvareda anotició a la multitud que se habían soltado los demonios. Apenas una centena de metros y la monta del Duke ojeó a su derecha. No vio a su contrincante y esbozó una mueca involuntaria. Las cifras eran tentadoras, de las que no se ven a menudo y no se desprecian portando un caballo formidable. El Tigre, atrás, de repente había tornado por la izquierda. A mitad del recorrido el asunto iba parejo. El doctor Sarli, como nunca, se secó la traspiración de la cara. Pero aflojó el rictus cuando su caballo retomó la delantera por casi un cuerpo de ventaja. Gritaban hombres, mujeres y gurises; el perrerío ladraba sin saber que ocurría.
En el tramo final, Pedro Echevarne, secretario rentado de la Junta, que se había jugado dieciséis de los veinte pesos que ganaba por mes, se tapó los ojos. Ahora sudaban de cuerpo entero a la par de caballos, los montados, los apostadores, el doctor y los Arralde. Sin mediar palabra el comisario le asestó un planazo a un sabandija que creyó haberlo empujado, mientras a unos pasos, una vieja ya no tenía más ramos de olivo que quemar. La puja a esta altura, entre emociones y alaridos, se puso cabeza a cabeza. En el tablado, ya en el umbral de la llegada, las autoridades viraron, en un santiamén, la vista de sur a norte… Los ojos avizores de los vecinos Eleazar López y Juan Flaquer arrojarían el resultado.
La carrera y sus jugosas apuestas, sin mezquinar el folclore de la hipérbole, se siguió comentando por años. Ya en su postrera edad alguien compartió estas vivencias para que la historia no se esfume… …así como se esfumaron los patacones del doctor Sarli cuando las patas del Tigre primeriaron la raya de llegada. No en vano era curtido, no en vano era atropellador.
Pedro Martín
* Ilustración: Picurú
* Fuentes:
* Este escrito se basa en apuntes del escribano Héctor Ramón Tejera (el Duke de Sarli y el Tigre de Arralde Iturralde, inauguración diagonal), trasmitidas por el coronel Miguel P. Malarín.
* Archivo Histórico. Junta de Fomento San Salvador. Profesora Marta Olga Nikel.
* Nota: Juan Arralde Iturralde fue el abuelo de “Toto” y “Guineo” Arralde.
* Nota: Oscar Eusebio Malarín falleció el 20 de septiembre de 1920, a los 54 años de edad en su establecimiento “Las Delicias”. Hoy en día la diagonal lleva su nombre.